El Congreso de la Lengua Española se acaba de celebrar en Panamá, dedicado este año a su actualidad atlántica. No es un misterio que ésta sea la única lengua que requiera comprobar su buena salud y celebre la noticia. Es la lengua de mayor diversidad de normas nacionales y regionales, lo que explica su necesidad interna de unidad. Se ha hecho experta en negociar zonas de contacto, y todos los días le nace una nueva jerga como si fuera una buena noticia. No es casual, por lo mismo, que en cada megacongreso nos preguntemos por el lugar de las lenguas americanas originarias. La ocasión fue propicia para recordar que muchas de ellas, como el quechua, incorporaron los nuevos términos a su sintaxis aglutinante, ducha en negociar con lo desconocido. Como todo en el campo cultural, los eventos son metáforas de nuestra capacidad critica, y sólo significan lo que hagamos de ellos; ésa es otra lección del quechua.
La palabra “rey”, por ejemplo, aparece al lado de su equivalente, “inca,” creando esa tercera instancia del nuevo idioma: “Inkarrí”, esto es, “Inca Rey”. Pero no se trata de una redundancia, sino de otro hablante. Forjado en el intercambio, este español andino es un espacio de lo moderno, hecho por la práctica de las sumas desiguales y las formas híbridas. Las nuevas lenguas americanas y, por lo mismo, la primera formación cultural latinoamericana, desencadenan un proceso de reapropiación temprana, cuyo operativo es el principio moderno por excelencia: la mezcla. Ese devenir es el primer futuro que le crece al español de a pie: una nueva lengua camina. “Dios,” por lo mismo, pasa al lado del dios nativo, sin fruncir la nariz. Nunca ha trabajado tanto como en el quechua.
El nahuatle, en cambio, optó por no incorporar el nombre “mesa” y la llamó “madera cortada que se sostiene en cuatro patas y sobre la cual se puede comer” (gloso la paráfrasis). Probablemente no tenían necesidad de esa mesa; sólo incorporaban aquello que les mejoraba las tareas del día. No es extraño: tampoco los griegos necesitaron de una mesa ycomían con las manos. Son propios del quechua los fonemas glóticos que declaran la fuente de la información: “yo lo vi”, “dicen”, “no me importa”. El mundo es distinto cuando uno tiene que ser parte de la verificación. El español del Inca Garcilaso de la Vega no escapa a esa demanda: siempre incluye un testigo para hacer veraz el asombro. En aymara, la diferencia más intrigante es que el tiempo futuro está en el pasado: aquello que serás es lo que ya has hecho. Por lo demás, en el español que hablamos en América el pasado se debe a las formas futuras. Bien vista, nuestra historia está hecha de fracasos sólo desde la superstición del progreso y la negatividad compulsiva de las modernizaciones; mejor vista, está hecha de varios futuros ensayados, irresueltos, incumplidos, pero siempre proyectivos y abiertos. Mi hipótesis es que la historia de America Latina es una historia del futuro. Por eso, sostener que nuestros proyectos de emancipación republicana son un fracaso, es una mera opinión, no es un pensamiento crítico. De los déficits de todo orden somos responsables nosotros, no los que nos imaginaron mejores. José María Arguedas, a fines de los años 30, tuvo que decidir si escribiría en quechua o en español. Optó por un español impregnado de quechua. Esto es, inventó un lenguaje que nadie habla, pero que los peruanos hablaremos cuando seamos bilingües. Su versión del futuro no descuenta las agonías del presente, pero las resuelve poéticamente, como hace el mismo castellano andino, sumando para salvar lo actual, incorporando para negociar lo diferente, y procesando la violencia para humanizarla. Otro peruano, Cronwell Jara, en Montacerdo, inventa un visceral castellano peregrino que una familia migrante maneja para que el derroche de la violencia sea procesable. La niña que narra el deambular de estos nuevos cristianos primitivos, imagina que las palomas prometen un espacio alterno. Su castellano le ayuda a suturar las heridas. El poeta mapuche Elikura Chihuailaf, en cambio, escribe un español transparente donde el azul de su pueblo es una luz benéfica.
En Estados Unidos se llama “inglés” a la lengua nacional (donde resuenan muchas lenguas, incluyendo el español arcaico) pero nadie se siente negado por el inglés de Inglaterra (donde la clase social se declara en el acento). Es notable, en cambio, que el inglés norteamericano demande una pronunciación promedio como marca nacional cuando, de hecho, las normas regionales son distintivas, empezando por la blanda pronunciación del inglés del Sur, que es el sustrato fónico dejado en el inglés por las hablas de los esclavos africanos. Por el contrario, el español sólo se habla con acento: no hay una norma superior o mejor; cada país, cada región geográfica o cultural, tiene su acento propio; o sea, su protocolo de comunicación suficiente. Es extraordinario que nosotros nos peleemos periódicamente con el español de España como si fuera una lengua ajena y como si no la hubiésemos hecho nuestra. Tal vez los hijos de migrantes recientes sufran la ausencia de la lengua nativa como una usurpación hecha por la lengua madrastra. Pero el Inca Garcilaso es buen ejemplo: bebió nos dice, el quechua “en la leche”, pero lo recuperó gracias al español paterno. El monolingüismo, felizmente, es curable.
Insisto en que lo que tienen en común el catalán y el quechua, el vascuence y el aymara, el gallego y el zapoteca, es la lengua castellana, cuya extraordinaria diversidad sólo puede ser horizontal, esto es, de todos. Tanto, que esa comunalidad es un territorio proyectivo, virtual y actuante, donde esta lengua de mediación tendría que hacerse cargo de su horizonte creativo, el plurilingüismo trasatlántico. No es casual que César Vallejo (cuyos dos abuelos fueron curas españoles) haya reescrito el español, desde su primer poema hasta su último canto a España, en tiempo futuro. También Borges, Lezama Lima, Paz, Fuentes y Cortázar creyeron que el español era una forma de la inteligencia del mundo hecho más nuestro.
En Nicaragua las comunidades hablaban varias lenguas. El español les vino del panteón nativo, enviado por sus dioses para mejorar la conversación. Intensificaron el comercio, prosperaron en el intercambio, y se apoderaron de la lengua invasora. Venía esa lengua recargada de armaduras y jerarquías, de modo que ellos hablaron, por primera vez en el orbe ibérico, un español mundano, horizontal, igualador. No sé de otra área donde un lenguaje europeo, ibero-latino-judeo-arábigo, haya sido ejercido con más libertad que en su cuna. Rubén Darío, un verdadero milagro de la lengua, fue posible en esos maravillosos territorios verbales del español de extramares que son Cuba, Puerto Rico, Costa Rica, El Salvador, Honduras, Guatemala, Panamá y las costas de Colombia y Venezuela, cuyo anfiteatro lingüístico es tan reverberante como el del castellano del Medievo. No se puede borrar con una mano lo que se escribe con otra.
No menos asombroso, no menos intrigante, es el español en Argentina. Acaba de poner al día la discusión Julio Schvartzman en su magnífico libro Letras gauchas (Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora, 2013). Tuve el gusto (o el buen tino) de invitar a Schvartzman a la sesión que me tocó organizar en el Congreso de la Lengua Española que se reunió en Rosario, dedicada al español como lengua de contacto con las lenguas nativas, y donde él habló del idioma nativo argentino, la gauchesca, hecho, como las hablas modernas, de varias más. Como no podía ser de otro modo tratándose de los lenguajes que van a dar a la mar de una lengua, que es el hablar, este libro dialoga con otras fuentes y afluentes, entre ellos el formidable tratado de Josefina Ludmer sobre la gauchesca, los ensayos de Borges sobre esa saga y, naturalmente, con el Martín Fierro, ese canto del tiempo presente configurado como el Archivo (matriz de discursos) de una nueva lengua del territorio cultural americano. La “gauchesca” debe ser el primer idioma hablado por lingüistas de corazón.
De orígenes múltiples, normas alternas, intertextos europeos, y hasta “tres patrias” (Hidalgo) la gauchesca es procesada por este libro como otro idioma, cuya sintaxis nos imagina como parte de su canto más que de su cuento. Por eso, verifica lo que dice y lo que no dice Hernández, porque “es la lengua la que está articulando misteriosamente algo vinculado con otras cosas” , lo que incluso remite al “dativo ético” de la declinación del latín. El malentendido y el sobreentendido forman parte de este drama de nombrar. “Vecino,” por ejemplo, implica “propietario” porque sólo podían formar parte del Cabildo quienes lo eran. Ironías de la formación nacional, que el lenguaje cierne. “El poema es hablado por la lengua,” adelanta el autor. Ya sabíamos que Hernández había apropiado el romance para su canto, y ahora, gracias a este libro, vemos el extraordinario trabajo del poema con la lengua española para abrir horizonte a las fronteras; y, contra los márgenes y los límites, afincar el lenguaje en un territorio de la cultura que podemos nombrar como nuestro.
*Ensayista. Editor de Nuevos Hispanismos. Una crítica del lenguaje dominante (Vervuert, Madrid: 2012).